Lavits_Covid19_#13: tiempos virales: luchas intercomunales frente a la contrainsurgencia en red

Por Guiomar Rovira Sancho*

 

Pandemia. Parar parecía imposible. Y sin embargo, paramos. La película de nuestras vidas entró en pausa. No queda de otra que observar y mirar alrededor. Percibo algo: el mundo se divide entre los que no pueden parar y los que no podemos callar. Dos coordenadas muy distintas en un mundo cada día más cruel.

 

El ruido ensordecedor en el que se pierden quienes no pueden callar tiene una intencionalidad muy clara: que no haya claridad. Las aplicaciones digitales, las plataformas de red social, convertidas en corporaciones globales, están siendo usadas para el odio, la tergiversación y la mentira. Shitstorm, qué palabra. Lluvia de insultos (de mierda) en Twitter, cibermisogina, troleo, bots, conspiranoia por doquier. Manu Chao se adelantó a su tiempo cuando cantó que todo es mentira en este mundo. Los usos tecnopolíticos de la derecha y el discurso del odio han avanzado exponencialmente en los últimos años como parte de una contra revolución implacable, impulsada por carretadas de dinero. Carole Cadwalladr advertía en The Guardian en julio de 2020: “Facebook no es un espejo. Es un arma. Sin licencia, no está sujeto a leyes o control, está en manos y hogares de 2.600 millones de personas, infiltrado por agentes encubiertos que actúan para los estados nacionales, un laboratorio para grupos que elogian los efectos de limpieza del Holocausto y creen que 5G freirá nuestro ondas cerebrales en nuestro sueño.”

 

Pero este ruido ensordecedor quiere tapar algo que está allí, algo que cobra cada vez más sentido y más eco: los sonidos y las redes de la revuelta. Inició la década con las protestas por la autoinmolación en Túnez de Mohamed Bouazizi, un joven precarizado a quien la policía había incautado su medio de subsistencia: un carrito para venta ambulante de frutas, era el 17 de diciembre de 2010. Diez años después, el 25 de mayo de 2020, otro joven, George Floyd, muere asfixiado por la policía en Minneapolis, generando una ola de protestas imparable contra el racismo sistémico #BlackLivesMatter. Entre estos dos crímenes de estado, una década de indignación galopante, una década de redes para la emancipación y la libertad.

 

Nuevos sentidos intercomunales: una década de protestas sociales

Con la muerte de Mohamed Bouazizi, viralizada en redes digitales, arrancó la Primavera Árabe y el ciclo de las multitudes conectadas que ocuparon las plazas de muchas ciudades del planeta. La plaza Tahrir de El Cairo, el #15M español, Occupy Wall Street en Estados Unidos, #YoSoy132 en México, #VemPaRua en Brasil, #OcupyGezy en Turquia, #UmbrellaRevolution en Hong Kong, #NuitDebout en París… Y tantas otras. Insurgencias auto convocadas y extendidas en red que señalaron la urgencia de tomar las riendas de los asuntos comunes ante el autoritarismo y la precariedad.

Las plazas rechazaron el sálvese quien pueda de la crisis neoliberal: llamaron al cuidado de la vida, la propia y la de todos, desde su despliegue como constelaciones performativas. Y lo hicieron en las ciudades y en las redes globales. Mientras, en el campo y en el ámbito comunitario rural, las luchas por la tierra y el territorio proliferaron por toda la geografía continental y también mundial y se enlazaron en redes resonantes para constelar otros mundos posibles.

Las multitudes conectadas trajeron un saber hacer hacker. Como política prefigurativa, sin programa ni comando, distribuyeron las voces y pusieron el centro la experiencia encarnada, la interseccionalidad de las opresiones y la necesidad de actuar hacia otros imaginarios. La vulnerabilidad de los cuerpos ensaya su potencia política en el encuentro. Matrices civilizatorias no occidentales permiten dotarse de nuevas nociones para lo común, el procomún, la comunalidad, el buen vivir. La conciencia de defensa ecológica ante el “terricidio” se extiende. Se rechazan las dicotomías de matriz occidental y colonial, esas que someten la diferencia y excluyen al tercero, es decir, lo demás: los demás. Brota una sensibilidad ecofeminista que empieza a desestructurar los hábitos organizativos de muchas izquierdas y a cuestionar dentro de las mismas movilizaciones sociales el tema de los liderazgos masculinos y el falogocentrismo que los alienta, con toda su mística heroica. Constelar otras formas y modos más gozosos, replicar e inventar, tejer y seguir hilos, bifurcaciones, buscar cura y ayuda mútua.

Las multitudes conectadas critican la representación, la mediación y la figura del portavoz. Cualquiera participa desde su voz y su experiencia cuenta (de contar como número y de contar como narración) y lo personal se vuelve político. La multitud hablará de cuidados y será capaz de escuchar lo que no era más que ruido, dolor, queja. La empatía deviene sensibilidad feminista y las mujeres toman las calles.

La ola global de los feminismos en red 

En la India, las mujeres de #Delhibraveheart toman el espacio público en 2012 tras el asesinato y violación colectiva de una chica de 23 años. En 2015, las multitudes contra los feminicidios irrumpen bajo la consigna #NiUnaMenos en Argentina y se extienden por todo el continente. En México, el 24 de abril de 2016 estalla la Primavera Violeta con una movilización nunca vista de mujeres que marchan de Ecatepec al centro de la capital y constelan a la vez un hashtag: #MiPrimerAcoso. En Chile, en mayo de 2018, las protestas en Santiago contra la violencia de género en las universidades derivan en irrupciones multitudinarias y acciones que duraron semanas, desestructurando los bastiones del poder académico del acoso. Una enorme Women´s March toma Washington en enero de 2017 contra Trump. En Brasil, las mujeres salen masivamente a las calles de las principales urbes constelando su potencia alrededor de un hashtag, #ElleNao, contra la elección de Bolsonaro en 2018.

A nivel global, ya había precedentes de movilizaciones contagiosas en red como la Marcha Mundial de Mujeres o la transnacional Marcha de las Putas (SlutWalk) nacida a raíz de los comentarios de la policía en Canadá sobre la ropa de una víctima de violación; también las acciones de Femen desde Europa del Este se extendieron cuestionando el lugar del cuerpo y generando tantas críticas como rupturas, ganando titulares en el peligroso filo de la visibilidad mediática; la defensa transnacional contra el encarcelamiento de las Pussy Riot tras su inigualable plegaria punk en la catedral de Moscú contra Putin. La huelga general feminista del Lunes Negro contra la penalización del aborto en Polonia en 2016, que fue el ejemplo para llamar a Huelga internacional de mujeres los 8 de marzo desde entonces; la indignación ante la sentencia de “la Manada” por violación colectiva de una joven en España se volvió viral; la exigencia de igualdad salarial en Islandia logró ser ley y fue ejemplo para nuevas protestas en otras latitudes… La campaña de ciber-acción directa #MeToo, surgida en octubre de 2017 en el contexto de las denuncias contra el productor de Hollywood Harvey Weinstein, se extendió en unos meses a 85 países y logró el mayor impacto jamás visto contra la violencia sexual en el ámbito laboral.

 

2019: el año que se vivió en las calles

Lo viral en 2019 no era COVID19, sino la revuelta, quizás el año con más movilizaciones del siglo, cada una en su contexto, pero todas adaptando tácticas y repertorios y sentidos comunes. La batalla sostenida en Hong Kong desafió la represión telemática y los identificadores faciales de la Inteligencia Artificial, contra una ley de extradición a China. En Líbano, el incremento de precios al combustible prendió la mecha. Argelia se levantó contra el quinto mandato de un presidente osificado en el poder. En Ecuador los pueblos originarios marcharon sobre Quito contra las reformas económicas de Lenin Moreno. En Francia, el 5 de diciembre arrancó una huelga de enormes dimensiones contra el plan de reforma de las pensiones, con los Gilletes Jaunes movilizados por más de un año. Catalunya aprendió de Hong Kong y paralizó un aeropuerto para protestar contra la sentencia de cárcel a los líderes independentistas, convocando mediante una aplicación digital #TsunamiDemocratic. En Chile el aumento al boleto de metro fue la gota que despertó la exigencia de un nuevo pacto constituyente y las calles siguen ardiendo. Colombia llamó a las movilizaciones de Paro Nacional desde el 4 de noviembre contra las políticas económicas y la violación del tratado de paz con el homicidio de líderes indígenas y ex guerrilleros. En octubre de 2019 Irak se vio convulsionada por protestas masivas exigiendo la caída del sistema corrupto instalado tras la invasión de Estados Unidos. Muchas más revueltas sacuden Egipto, Georgia, Guinea, Irán, Reino Unido…

Y para finales de año, llegó la performance “Un violador en tu camino” de las chilenas LasTesis, viralizada a los 5 continentes, actuada, traducida y remixteda en todo tipo de lugares… Geochicas, desde una comunidad de mapeo digital abierto a la colaboración, OpenStreetMap, documenta las replicas y apropiaciones en el mundo, su ingente resonancia constelativa de los cuerpos: “Y la culpa no era mía, ni donde estaba ni como vestía”…[1]

Entonces, a pesar del ruido ensordecedor, a pesar de los 11 feminicidios que ocurren al día en México, el 8 de marzo de 2020 estábamos abrazadas en las calles con nuestras madres, hijas, vecinas, amigas, colegas. La convocatoria a teñir el Zócalo de la ciudad de México de violeta se desbordó con una multitud proliferante que se mimetizó con las jacarandas de las avenidas en flor, anunciando la primavera.

Un día después, el lunes 9 de marzo, las mexicanas hicimos huelga, paramos, nos confinamos antes del confinamiento por pandemia. El tuit de Las Brujas del Mar, una pequeña colectiva de Veracruz que convocaba a “Un día sin mujeres” se volvió viral sin que nadie supiera por qué y la constelación creció y fue más allá: lo replicaron sectores de mujeres de todo ámbito, incluso los no afectos a las izquierdas y menos al feminismo. El éxito del paro fue sorprende. Que se vieran las calles, los comercios, los trabajos y las aulas sin nosotras. Recibí fotos de mi universidad con los salones desangelados y tristes, con algunos jóvenes varones que llevaban carteles diciendo: “las extrañamos”. Qué fuerza simbólica esas fotos que nos mandó Jerónimo Repoll, en su salón casi vacío. Poco imaginábamos que después no solo nos retiraríamos las mujeres de las calles, sino todes. Y ahora somos nosotras todas los que extrañamos las calles, las aulas, los restaurantes y cantinas, las canchas de deporte, la naturaleza, el parque, el sol, los árboles.

 

Contrainsurgencia y Business as usual

Todo esto sucedía cuando ya el ruido ensordecedor había llegado a las redes sociales convertidas en malls de jugosos negocios. Los gigantes tecnológicas GAFAM eran las principales corporaciones del mundo. La Alt Rigth ya compraba espacios, las ardides de Cambridge Analytica manipulaban la conversación, la IRA ya no era irlandesa sino la agencia rusa de injerencia en todo tipo de operaciones en otros países, Facebook vendía los datos de 85 millones de usuarios, los departamentos de estado y los partidos políticos inflaban presupuestos para manipular conversaciones, las cibertropas crecían, los algoritmos de Youtube se inclinaban al mejor postor y Whatsapp promovía fake news y conspiraciones. Gracias a todo eso, Trump, Bolsonaro y el Brexit ya habían celebrado su éxito. Las Naciones Unidas documentó tranquilamente que Facebook inicitó en vivo y en directo a la matanza de los rohingya de Myanmar, decenas de miles fueron asesinados y cientos de miles huyeron y lo perdieron todo.

Y, además, ya desde 2013, Edward Snowden se había jugado el pellejo para que todo el mundo supiera lo que nos estaba pasando.

Convertir la exigencia democratizadora en guerra contrainsurgente es la vía para mantener business as usual. Ya Walter Benjamin predijo: “Solo la guerra vuelve posible movilizar el conjunto de los medios técnicos del presente bajo el mantenimiento de las relaciones de propiedad”.

Está claro que la máquina de vapor de nuestro tiempo, la que dirige los destinos de la humanidad, no es la tecnología digital sino el capital financiero y su lógica de guerra para perpetuar el poder de unos pocos que son los que mueven las redes, los que las convierten en armas de destrucción masiva.

Las formaciones predatorias del capital financiero y su lógica de expulsión, dice con claridad diáfana Saskia Sassen (2015), son las que deciden sobre la tierra, sobre la cárcel, sobre la producción industrial de comida mala, sobre las minas y el trabajo esclavo, sobre la migración y la salud, no sólo sobre la tecnología, aunque también, porque la tecnología de ha vuelto al mismo tiempo en medio de comunicación, medio de medios, medio de producción y producto. Y hay que poner freno de emergencia a esta escalada terricida.

Cuando desde el mundo intelectual y de izquierda se llama a luchar contra “un mundo virtual”, es confuso y confunden. Primeramente, porque no hay nada de virtual en comunicarse. La comunicación digital o no de las ideas siempre han tenido un soporte físico y una plataforma última: el cerebro. Los cables de fibra óptica que surcan los océanos, los grandes servidores que almacenan los datos, y los metales que permiten ensamblar los dispositivos digitales no son nada virtuales. La negación y la actitud apocalíptica no es cosmopolíticamente útil. Lo “digital”, así dicho, llegó para quedarse. Y es campo de batalla de la batalla.

La interfaz de la escritura apareció a Mesopotamia hace cinco mil años en una tableta de arcilla, ahora persiste en la forma de tableta digital, explica Carlos Scolari en un Ted Talk. El grabado cuneiforme sobre piedra fue un gran hallazgo y estuvo ahí varios siglos hasta que se usó el papiro, que mostró su superioridad porque se podía enrollar y transportar. Luego se inventó una interfaz persistente, el libro, hace dos mil años, primero en su forma manuscrita. La imprenta, hará 5 siglos, logró democratizar el acceso al haber más copias, más pequeñas y menos caras. Con su versión electrónica, se alcanza el costo marginal cero de la copia. ¿Quién quiere volver a la tableta de arcilla que sólo puede ver y entender quien la tiene en su palacio?

¿Por qué no imaginar una tecnología digital para lo común y no para el negocio? ¿Por qué no escuchar los esfuerzos de los proyectos alternativos? ¿Qué aprender de lo que hemos logrado en la tecnopolítica de emancipación para estar conectadas?

El coronavirus ha puesto en evidencia, como si de un líquido revelador se tratara, las zonas dañadas de nuestro mundo sufriente. Se ceba en la pobreza, evidencia la crisis del medio ambiente, de la nutrición, de la vivienda, de la salud. Muestra la devastación y el saqueo de lo público. La locura de una globalización sin más medida que el provecho económico.

También las redes digitales, como medio y mediación, son el espacio donde se revelan y exacerban las contradicciones. Puestas al servicio de la concentración de poder, se usan para la extracción y el provecho, en contra de lo justo, para manipular y dominar. Precisamente porque son donde la comunicación y la cultura y la cosmopolítica constelan, y donde las luchas se convocan, espejean y enlazan unas en otras. “Nunca hemos sido tantos y nunca hemos sabido tanto”, dice Iñaki García.

Una nueva Internacional se está construyendo sin estructura organizativa, basada en redes transcomunales de nuevos sentidos comunes que intentan cuidar la vida desde la dispersión de una constelación naciente: una Intercomunal, como afirma el Consejo Nocturno, donde lo humano deviene de humus, como dice Haraway.

 

Reivindicar lo público 

Caben pocas dudas de que serán las grandes empresas las que saldrán airosas de la pandemia. El giro digital y la automatización expulsa legiones de asalariados. El trabajo online y el confinamiento muestran las virtudes del ahorro que supone transferir a los gastos de operación de las oficinas corporativas a sus empleados y sus casas. Con una mayor vigilancia digital, la extracción de datos sobre el teletrabajo permitirá regular, reducir plantillas y no tener ni que pagar ni el papel de baño de una oficina, menos contratar a quien limpie. La economía colaborativa y la hiperconexión van en camino de favorecer que todo caiga bajo el imperio tecnológico corporativo y la gente quede colgando de la nada-coronada, bajo justificación pandémica.

El proceso de privatización de lo público a nivel global parece imparable. Una institución privada, la Fundación Bill y Melinda Gates, se ofrece para financiar la única institución de gobernanza global en salud, la Organización Mundial de la Salud, ante la amenaza de Estados Unidos de retirar su dinero. Facebook y Google ofrecen sus servicios para el desarrollo de aplicaciones de rastreo de poblaciones que eviten la propagación del coronavirus. Paradógicamente, se presentan como benéficas a la privacidad pues permiten monitoreo por Bluetooth, sin generar bases de datos centralizadas en manos de gobiernos.

La pandemia demuestra que el acceso a las mínimas condiciones de vida es la única garantía para cuidarse y cuidar a los demás. Eso implica garantizar una renta o ingreso básico para todas las personas por el hecho de nacer. Y por supuesto, el acceso a una salud pública de calidad. Sin duda, hay que cancelar la deuda externa de los países, como exige el Pacto Social, Ecológico, Económico e Intercultural para América Latina.[2]

Sacar el dinero de la especulación financiera que representa el 75% de la economía global. Eliminar paraísos fiscales y poner topes a los niveles de riqueza y de pobreza. Todo eso no sería un gasto, sino una inversión en el planeta.

También hay que impulsar una organización mundial de la comunicación digital que regule y colectivice Internet. Con el confinamiento se ha hecho evidente que las plataformas digitales son infraestructuras básicas. Reconocer este hecho es imprescindible para una intervención pública masiva y urgente. Las plataformas tecnológicas son enormes monopolios globales que tienen más poder que varios estados juntos. Por tanto, como propone Nick Srnicek[3], el objetivo no debe ser asegurar la competencia en el mercado de estos monopolios, sino reconocer los servicios públicos que pueden proporcionar y después regularlos, o incluso expropiarlos.

Las plataformas digitales basan su negocio en la renta de datos extraídos a sus usuarios. Los países pobres no pueden competir con los monopolios de Estados Unidos y China, por lo que caen en sus garras y regalan sus datos. Este colonialismo digital ocurre porque las plataformas van a los países del Sur sin infraestructura y les venden mayor acceso a partir de hacerlos clientes cautivos, como es el caso de Free Basics, de Facebook.

El sentido común dicta que hay que tomar decisiones justas, no coloniales ni extractivas, sobre la tecnología y los datos de la interacción online. Garantizar un acceso seguro a red, una alfabetización digital que fomente la autonomía, racionalizar la producción de dispositivos, impedir la obsolescencia programada, tomar decisiones democráticas y no económicas sobre el desarrollos del aprendizaje automático también llamado Inteligencia Artificial, gestionar los datos para el procomún…

No dejar en manos privadas la comunicación para una vida que merece vivirse, sino inventar nuevas formas de lo público más allá de lo estatal, con una dimensión intercomunal ineludible.

 

Conjugar el verbo “estar” en tiempos de pandemia

Las que podemos parar, entramos de pleno al mundo digital. Como nunca antes. En medio de un ruido ensordecedor, no callamos: florecen todo tipo de conversatorios, webinars, conferencias, clases y debates. La comunicación en red nos salva del abismo a las que tenemos acceso a la tecnología. Nos enlazamos. Sentimos pánico porque hemos parado, buscamos artículos certeros, informes científicos, oteamos algo del futuro, llenamos el vacío de existir en medio de la nada-coronada-coronavirus con ruido y piruetas, esperando una fórmula explicativa, una teoría que nos regrese, una fantasía totalizante, cuanto más catastrófica más estimulante y aplaudida. Llenamos nuestra oportunidad de parar con repetición, hacemos girar la rueda como hamsters y emitimos datos que alimentan las corporaciones tecnológicas. Sin controlar nuestras emisiones digitales (como diría Enric Lujan), abrazamos nuestras ausencias y bendecimos la conexión remota que nos permite sabernos parte de nuestros afectos distantes. Benditas redes sociales para los que tenemos las familias y las compañías repartidas por el mundo.

En español son tres los “verbos copulativos”: ser, estar y parecer. Distinguir entre ser y estar no lo permiten otras lenguas, como el inglés, que sólo tiene el “to be”. Pero quedémonos con ser y estar. Uno copula con la trascendencia y el otro con el mundo. La pandemia enseña que ahora toca estar. No cabe esforzarse en ser ni perseguir un yo aumentado, ni en parecer mejor ni perseverar en el narcisismo. Simplemente estate quieta. Estar aquí y ahora. En este cuerpo, en este cuarto, en esta tarde.

Mirar la perfección del gato que estira su lomo. Escuchar el silencio expandido en sus bigotes lanzados como antenas de mariposa. Ver el atardecer por la ventana y por primera vez desde que vivo en este departamento preguntarle al árbol que llena de verde mi ventana, agradecer la abundancia de sus hojas que como cristalitos bailan en la brisa de una ciudad inédita, sin polución.

¿Qué tenemos que aprender de esto que nos amenaza? ¿Cómo enfrentar la tremenda desigualdad de experiencias que provoca? Manuel Castells dice: “Si sobrevivimos, no volveremos a lo mismo. O si volviéramos, recurriría la pandemia, ésta o las próximas, hasta que hagamos un reset de lo que éramos”.

 

Hemos parado. Y parar parecía un imposible metafísico. Un radical No Future nos sobrecoje. La pérdida de control se satura de discursos que pretenden zurcir continuidades. Y decimos: “la normalidad era el problema”. Como si saber eso fuera solución. Entonces, ¿qué sigue? Donna Haraway lo desgrana con minuciosidad en su libro maravilloso: Seguir con el problema. No lo podemos eludir. Hay que mirar el problema de frente y meter las manos en el lodo. Respons-habilizarnos. Hacernos cargo, con cuidado.

 

 

* Guiomar Rovira Sancho és Doctora en Ciencias Sociales. Profesora investigadora de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco en la ciudad de México.

 

Notas

[1] https://umap.openstreetmap.fr/es/map/un-violador-en-tu-camino-2019_394247#1/77/286

[2] https://pactoecosocialdelsur.com/

[3] https://www.elsaltodiario.com/economia-colaborativa/nick-srnicek-servicios-publicos-puedan-proporcionar-plataformas-digitales-expropiarlas-regularlas

Referencias

Cadwalladr, Carole (20/7/2020). “Facebook está fuera de control. Si fuera un país, sería Corea del Norte”. The Guardian. Traducido en Other News. http://www.other-news.info/noticias/2020/07/dura-columna-de-the-guardian-sobre-facebook/

Cancela, Ekaitz (3/11/2028). Nick Srnicek: “Debemos reconocer los servicios públicos de las plataformas, y después regularlas o expropiarlas”. El Salto Diario. https://www.elsaltodiario.com/economia-colaborativa/nick-srnicek-servicios-publicos-puedan-proporcionar-plataformas-digitales-expropiarlas-regularlas

Castells, Manuel (18/04/2020). “Reset”. La Vanguardia, Barcelona. https://www.lavanguardia.com/opinion/20200418/48576108269/reset.html

Consejo Nocturno (2018). Un habitar más fuerte que la metrópoli. Logroño: Pepitas de Calabaza.

Haraway, Donna J. (2019). Seguir con el problema. Bilbao: Consonni.

Sassen, Saskia (2015). Expulsiones. Brutalidad y complejidad en la economía global. Buenos Aires: Katz Editores.

Rodríguez, Adrià (3/7/2020) “De Mohamed Bouazizi a George Floyd. Una década de insurgencia en defensa de la vida”. El Salto Diario. https://www.elsaltodiario.com/laplaza/mohamed-bouazizi-george-floyd-decada-insurgencia-defensa-vida

Série Lavits_Covid19

A Lavits_Covid19: Pandemia, tecnologia e capitalismo de vigilância é um exercício de reflexão sobre as respostas tecnológicas, sociais e políticas que vêm sendo dadas à pandemia do novo coronavírus, com especial atenção aos processos de controle e vigilância. Tais respostas levantam problemas que se furtam a saídas simples. A série nos convoca a reinventar ideias, corpos e conexões em tempos de pandemia.

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